“Ya no es necesario hacer obras con ayuda de la tecnología; mejor hacer máquinas que hagan las obras por nosotros”
César Aira y los procedimientos de escritura
Juan Camilo Rodríguez Pira
La obra de César Aira resume varios momentos en los que el arte, en este caso la literatura, apela a la tecnología y las máquinas para reflexionar sobre sus alcances. Una constante en su obra, como la de tantos artistas del siglo xx, es buscar nuevos caminos para la literatura: no quedarse en recetas previas ni repetir lo hecho por otros, sino buscar, ensayar, equivocarse y sugerir.
Para hacerlo las máquinas y la tecnología se prestan no solo como metáfora perfecta, sino como un método para alcanzar nuevos rumbos para el arte.
En este artículo intentaremos resumir cómo se dan y discuten esos pasos en la obra de Aira. Primero veremos cómo el libro se piensa distinto gracias a la aparición de ciertos avances tecnológicos; la inclusión de avances o cambios lleva a una pregunta subsidiaria sobre qué es necesario para que una técnica nueva logre el estatus de arte. Luego veremos cómo la tecnología y las máquinas nos ayudan a cuestionar el proceso creativo: la tecnificación no sólo sirve para pensar una técnica replicable, sino también como método para que el artista pueda salirse de sí mismo.
Pero, si la creación se tecnifica, es posible recaer en recetas y clichés. Por eso hablaremos después sobre las “máquinas solteras”: la solución perfecta para apelar a una técnica y al tiempo ser único y particular. Cerramos esta discusión con un ejemplo de una novela de Aira que funciona como esquema para novelas futuras.
1. ¿Qué hace que un nuevo medio alcance el estatus de arte?, ¿cómo operaría a la hora de representar?
Fragmentos de un diario en los Alpes, una mezcla entre ensayo y diario, gira en torno a estas preguntas. Al principio, aludiendo a las imágenes-objeto que decoran todo hogar, Aira nos recuerda que el arte evoca objetos e imágenes que son producto de representaciones previas. A su vez, estos objetos ya están mediatizados y remiten a más representaciones de representaciones.
Todo arte invoca representaciones materiales cimentadas en una técnica de la representación; paralelamente, las tecnologías que surgen van permitiendo nuevas maneras de disponer imágenes-objeto. A esta constatación le sigue una pregunta obvia y pertinente: ¿con qué frecuencia el arte se ensancha para incluir un nuevo medio? Avances tecnológicos se dan todos los días. ¿Dónde se da el cambio y qué permite que una nueva tecnología que represente de una manera nueva o distinta sea considerada arte? Los criterios que usamos para delimitar aquello que consideramos arte siempre han sido sutiles, móviles y discutibles: no todos los avances alcanzan el estatus de arte y algunos se olvidan. ¿Dónde se da el quiebre y cuál es el criterio?
Y acá vuelve una respuesta frecuente en la historia del arte: más importante que la tecnología son los artistas; la técnica sola no hace arte: debe haber un giro y un aporte. Para recordárnoslo, Aira evoca promesas truncas del pasado: medios que usaron la tecnología de su momento y no alcanzaron la etiqueta de arte.
Empecemos por los dissolving views, esos libros-máquina que aún sobreviven. Su mecanismo es sencillo: sobre una página de un libro se ve una imagen y, al tirar de una lengüeta, surge otra imagen que complementa o completa la anterior. Estos libros-máquina no sólo discuten sobre las posibilidades del medio, sino que también señalan lo que podrá venir. Aira, al ojear uno de estos libros y contarnos algo de su autor, nos muestra cómo un nuevo medio apuesta a llegar a arte:
[E]l autor [de este libro de dissolving views ojeado] se llamaba Lothar Meggendorfer, dibujante humorista que empezó a publicar su trabajo en 1866 y siguió haciéndolo con creciente popularidad durante cincuenta años. Su gusto lo llevaba a los contrastes y sorpresas latentes en los cuadros más estructurados de la sociedad, lo que no es sorprendente en un humorista; empezó experimentando con dibujos seriados, y después hizo una gran variedad de imágenes animadas: desplegables, móviles con lengüetas que ponían en acción uno o más personajes de una escena, y al fin las transformaciones completas, que no fueron invento suyo, porque habían aparecido en Inglaterra en 1860 con el nombre de ‘dissolving views’. En éstas fue el indiscutido maestro, y de los cuatro libros que publicó con el sistema, Para los Niños que se Portan Bien, de 1896, es el más perfecto.
El comentario [en la contratapa] termina con una pertinente mención al cine, del que Meggendorfer fue una especie de precursor. Es muy común que hoy cuando descubrimos a un artista o escritor del pasado que nos fascina, le encontremos cualidades de precursor de alguna tecnología actual, y ahí ponemos buena parte de la fascinación que nos provoca. La alta tecnología, signo de nuestra época, nos hace vivir, paradójicamente, en una época de precursores.1
Exactamente lo mismo podría decirse hoy de cualquier artista que use la tecnología actual: lo vemos hablar del presente e incluso lo imaginamos precursor. ¿Qué hizo que estos libros-máquina no ganaran el estatus de arte y otros inventos de su siglo sí?
Sigamos con otro ejemplo: El taumatropo es otro medio que tampoco alcanzó el estatus de arte. Aira nos recuerda las potencialidades artísticas de este medio al tiempo que nos recuerda su funcionamiento:
Son unos pequeños discos de cartulina, con hilos a los costados; tomando esos hilos con los dedos, se hace girar el disco lo más rápido posible. El disco tiene imágenes de los dos lados, anverso y reverso, por ejemplo un pajarito suspendido en el vacío de un lado, y del otro una jaula vacía; al sucederse muy rápido las dos imágenes, uno ve al pajarito dentro de la jaula. El fenómeno explotado es el de la persistencia óptica; cuando uno ve algo, lo sigue viendo un momento después de que ha desaparecido, y si en ese momento aparece otra cosa, la anterior se le acopla; tanto más si la sucesión de ambas es rapidísima y las dos son casi al mismo tiempo la vieja y la nueva. La ilusión se acentúa si las dos imágenes se complementan y uno está habituado a verlas juntas, o la reunión se explica de un modo u otro, como sucede con el pájaro y la jaula. Hay una especie de pequeño relato, incluidas las bifurcaciones posibles de todo relato, y la sorpresa del desenlace. El pájaro, flotando solitario en la superficie vacía del disco, es la imagen misma de la libertad, de lo inapresable; del otro lado, fría, cerrada, geométrica, amenazante, la jaula espera; se diría que hay una posibilidad en un millón de que el avecita vaya a parar a su interior; están separados no sólo por lo que simbolizan (la huida, la cárcel) sino por una distancia mucho mayor; el anverso y el reverso de una superficie son dimensiones incompatibles, que no se comunican nunca porque están puestas sobre perspectivas incongruentes.2
Este medio fue una promesa y podría haber alcanzado el estatus de arte; da espacio para la creación, la inclusión de un relato y la experimentación con nuevos métodos. Además, apela a conocimientos de óptica en los que luego se basó el cine (que sí alcanzó este estatus) y a los que antes aludió el zoopraxiscopio3 (que no lo alcanzó). Entonces, ¿de qué depende?, ¿dónde se da ese salto? Estos ejemplos nos recuerdan que la respuesta no está en la tecnología ni en la novedad.
La respuesta que da Aira ante este problema es tan sencilla como elocuente: no depende de promesas tecnológicas; un medio nuevo sólo se transforma en arte si un “hombre providencial” aparece en el momento justo y logra hacer ese quiebre. (La respuesta de Aira nos puede parecer insuficiente, y tal vez lo sea, pero adquiere algo de coherencia si recordamos cómo su poética insiste en el “mito del escritor”4.) Cerramos este primer paso con una cita explicativa:
Cuando nace un medio de expresión nuevo, vale como medio; la expresión viene después. La mayoría se queda en medio. Muchas veces me he preguntado qué debe pasar para que un medio de expresión se transforme en un arte; porque ninguno nace como arte, más bien al contrario, nacen lejos del arte, casi en las antípodas, y es todo un milagro que lleguen a ser un arte. […]
Lo importante es el momento justo: el hombre providencial debe aparecer entonces, ni un minuto antes ni uno después. Debe estar cerca de la invención para poder captar en toda su frescura la novedad del medio, su magia; para sentir todavía el contraste entre la inexistencia y la existencia de ese medio. Y no dejar pasar el momento porque sin artista ese medio tomará un camino funcional, empezará a llenar determinadas expectativas de la sociedad, y se hará refractario a los fines del arte. Hay inventos llenos de promesa artística en los que ese momento pasa, y entonces ya nunca hay un arte de ese medio.5
2. La tecnología como metáfora de la creación y método para salir de sí mismo
Como decíamos, la obra de Aira es una reflexión sobre el proceso creativo. En ella subyace la pregunta sobre cómo narrar y, para ello, se apela a máquinas y procedimientos como metáforas. Cada novela podría entenderse como un experimento en el que se juega con posibilidades y combinaciones.
¿Qué se entiende por máquina y qué se invoca para el arte de novelar? Alan Pauls, por ejemplo, al hablar de la caja de herramientas de Aira, muestra un “mecanismo” en sus novelas y lo describe como
lo que queda de la Máquina Vanguardia una vez que ha estallado: resortes, bisagras, piezas sueltas, todos esos órganos que la catástrofe ha convertido de golpe en instrumentos y que los niños se apropian con una fruición acongojada, no para reconstruir el juguete que colapsó (no para volver atrás) sino para ver para qué otra cosa pueden servir.6
Está claro: las formas de narrar se agotan y quedan elementos dispersos. El niño retoma esas piezas y, en vez de reconstruir, intenta ver qué más puede hacer.
La pregunta que sigue es qué armar con esas piezas y cómo se da ese impulso que Montoya Juárez describe como una “invención de máquinas y procedimientos narrativos”.7
El arte de la novela pudo parecer agotado en algún momento para artistas y lectores; unos y otros se aburrían al ver bisagras y resortes de máquinas ajenas. Esas novelas manidas se pueden ver como mecanismos que se engendran a sí mismos y se reproducen en serie.
¿Cómo salir entonces de esa mecanización monótona y aportar algo nuevo? La obra de Aira, en vez de apelar a lo intuitivo o subjetivo, da una vuelta de tuerca adicional. Si estamos cansados de novelas que son maquinitas replicables, mejor inventémonos en cada caso una nueva máquina: mezclemos mecanismos variopintos y que cada uno siga su propio camino. Las máquinas incorporan piezas de otras máquinas que ya conocíamos en combinaciones inéditas.
En este caso, al apelar a técnicas o procedimientos, Aira coincide con otros artistas del siglo xx. Él, como otros, busca que el arte se distancie de sus creadores y se aleje de la intención personal, la imaginación o la memoria recombinadas. Para ello busca procedimientos que hagan las obras por ellos. Bien lo dice “la nueva escritura”:
Los grandes artistas del siglo xx no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran. ¿Para qué necesitamos obras? ¿Quién quiere otra novela, otro cuadro, otra sinfonía? ¡Como si no hubiera bastantes ya!8
La alternativa es apostar a procedimientos. Si el público está harto de escritores profesionales y sus recetas, mejor sería dar en cada obra un nuevo manual de instrucciones o el resultado de algún procedimiento inédito.
Aira toma el término “procedimiento” del “procédé” de Raymond Roussel. Esta noción de “procédé” está explicada en Comment j’ai écrit certains de mes livres y puede resumirse como una serie de reglas que, lejos de pensar en contenidos, usan normas arbitrarias e incluso gratuitas. El ejemplo más frecuente es aquel de las homofonías: si tenemos un par de frases que suenan igual pero quieren decir cosas distintas, la idea es hacer un texto que permita llegar paulatinamente de una a otra.
Pero este es un procedimiento entre muchos, la buena idea de Roussel es sugerir la existencia de tales métodos. El paso siguiente es inventar nuevos mecanismos que permitan al artista salirse de sí. Como dice Aira al hablar de Roussel:
Mediante el procedimiento el escritor se libera de sus propias invenciones, que de algún modo siempre serán más o menos previsibles, pues saldrán de sus mecanismos mentales, de su memoria, de su experiencia, de toda la miseria psicológica ante la cual la maquinaria fría y reluciente del procedimiento luce como algo, al fin, nuevo, extraño, sorprendente. Una invención realmente nueva nunca va a salir de nuestros viejos cerebros, donde todo ya está condicionado y resabido. Solo el azar de una maquinación ajena a nosotros nos dará eso nuevo.9
El concepto de procedimiento permite al artista apartarse de sí y seguir creando; también le da la oportunidad de pasar a otras preguntas e incorporarlas a la creación. Ahora bien, este hallazgo podría llevarnos a un problema: Si hacemos máquinas y procedimientos para evadir los lugares comunes y las recetas, ¿cómo evitar que estas máquinas y procedimientos se vuelvan otras máquinas replicables?, ¿cómo hacer para que no se vuelvan nuevas recetas y lugares comunes?
3. Máquinas solteras
Si queremos hacer procedimientos nuevos y simultáneamente huir de la reproductibilidad, ¿qué solución se nos presenta? Las “máquinas solteras”.
Al diseñar una máquina y trabajar con materiales preestablecidos, las piezas se hacen explícitas y se cuestionan. Así, si algunas máquinas presuponen una fabricación en serie, estas ‘máquinas solteras’ insisten en su singularidad.10
Este término viene de Duchamp y es aplicado a la literatura en Aira11; al igual que estas obras de Duchamp, las novelas se presentan como artefactos deliberadamente inútiles e intrincados, únicos e irrepetibles. Al traer esa reflexión desde el arte, todo lo que habíamos cavilado sobre ella permea la literatura. Pensemos, por ejemplo, en todas las reflexiones suscitadas por los ready-mades o por la disposición del artista de artefactos no creados por él o ella. Los objetos-imágenes o las re-presentaciones de re-presentaciones de las que hablábamos antes toman otro tinte al entenderse así.
Si a ello sumamos las reflexiones que suscitan estas máquinas solteras, irrepetibles y únicas, el gesto se enriquece y resulta siendo más sugerente. Como dice Graciela Montaldo:
Lo bello, lo genial, por tanto, lo valioso, en el arte es siempre el procedimiento y jamás lo serán los contenidos, los géneros, las formas, las imágenes, que resultan casi completamente indiferentes.12
¿Cómo se involucran las máquinas solteras en estos procedimientos? Siguiendo con Montaldo,
se trata de fabricar máquinas que sirvan para hacer cosas que no sirvan […]; teorías, métodos, máquinas que se sustentan a sí mismas, que no tienen una exterioridad y que dilapidan su energía sin generar nada. […] [S]e exhiben pero no producen ni reproducen.13
Con este gesto nos desprendemos también de lastres como la interpretación, la búsqueda de símbolos, la utilidad o incluso la intención. Estas máquinas no prueban ni explican nada y sólo funcionan para sí mismas; no son coherentes ni funcionales. Es cierto, ningún artista se desprende enteramente de sí mismo, pues él siempre decide sobre alguna instancia de la obra; es imposible, claro, pero al sugerir estas máquinas nos apartamos de instancias que ya conocíamos y dirigimos la atención a variables más amplias y ambiciosas. Las preguntas son ahora otras. Ya no pensamos en intenciones, deseos, memoria, imaginación o trabajo; entendemos el arte como acción o procedimiento y pensamos ahora en disposición de piezas, en máquinas, en planes para hacer novelas, en combinaciones, experimentos o pruebas.
La pregunta que sigue es qué hacer y cómo crear estas máquinas. Y la respuesta es simple: probando, actuando. Como dice Aira en La trompeta de mimbre:
Ahora, ¿qué hacer, precisamente? Es difícil saberlo. Se puede probar y ver qué pasa. Total, tiempo es lo que sobra, y la experiencia en la ‘maqueta’ se puede repetir cuantas veces uno quiera.14
Probar y mezclar; ver qué pasa y volverlo a hacer. El proceso vale más que los resultados y las equivocaciones son bienvenidas: lo que importa es ensayar. La máquina es casera, hechiza, y más allá de lo bello o feo. No importa el para qué ni el quién; importa el cómo y el de pronto.
Siguiendo con La trompeta de mimbre, esa maqueta de una máquina inexistente puede entenderse como una invitación a la participación, a la mezcla y a la acción. En estas máquinas se puede usar de todo y, más importante aún, cualquiera las puede hacer:
Los resultados obtenidos de esta experimentación pueden utilizarse en la realidad. De hecho, ambos estadios no son tan diferentes. El experimento puede hacerse en la realidad, y si al fin y al cabo no sirve, no se habrá perdido el tiempo porque es una actividad divertida e instructiva. La maqueta de la partícula puede construirse en un taller casero, a bajo costo y en los ratos libres. Aquí hay que precaverse de un error frecuente: el perfeccionismo. Si esperamos a disponer de los materiales más adecuados para la construcción de los elementos, y de la tecnología para moverlos, no lo vamos a hacer nunca. Pero basta con materiales de descarte: madera, cartón, hilos, trapos. No importa que quede un adefesio: lo que importa es hacerlo.15
4. Ejemplo: en la práctica
Cerramos con un ejemplo de una novela que se propone como un manual: Duchamp en México. Los hechos son simples: el narrador está en México y compra varias veces el mismo libro de Duchamp; nada más pasa. Lo importante es el procedimiento: “Trataré de mostrar cómo pasó en un relato brevísimo, o menos que un relato, su esquema.”16
Allí también vemos esa necesidad de apartarse de sí mismo de la que hablábamos antes: “Querría escribir estas páginas sin estilo, sin empaque, con anotaciones improvisadas, casi sin frases.”17
Ahora bien, ¿cómo sería esa novela imaginaria? El narrador nos dice:
En el futuro, puede haber un escritor, profesional o aficionado, que esté en el mismo predicamento que yo: solo, aburrido, deprimido, en una ciudad horrenda. La trampa seguirá existiendo, si no ésta otra equivalente. Y entonces mi esquema podrá servirle de guía, para hacer algo y llenar las horas muertas sin necesidad de exprimirse demasiado el cerebro. Un esquema de novela para llenar, como un libro para colorear. De modo que podrá encerrarse en su cuarto de hotel, con este delgado volumen […] y un cuaderno, y tendrá un entretenimiento creativo asegurado, sin la incomodidad de tener que ponerse a inventar nada. […] En realidad, es un género nuevo y promisorio: no las novelas, de las que ya no puede esperarse nada, sino su plano maestro, para que la escriba otro; y el que la escriba, no lo hará por vanidad o por negocio (porque la cosa quedará en privado) sino como arte del pasatiempo, como ejercicio literario o batalla ganada contra la melancolía. El beneficio está en que ya no habrá más novelas, al menos como las conocemos ahora: las publicadas serán los esquemas, y las novelas desarrolladas serán los ejercicios privados que no verán la luz.18
Ya describimos cómo funcionaría; la pregunta siguiente es qué materiales usar y cómo disponerlos. Como decíamos, el narrador compra muchos libros de Duchamp en México. Esa es toda la experiencia. La manera que encuentra para resumirla y re-presentarla es simplemente guardar los recibos de compra; nos dice el narrador:
Es innecesario decirlo, pero lo diré de todos modos, que inicié una colección de tickets de compras. Ya tenía cuatro. Los metí en un sobre. No tomé notas: mi colección sería mi único registro, y lo demás se lo confiaría a la memoria. […] En este nuevo proyecto lo único escrito eran los tickets, la colección, y no lo escribía yo, ya venía impreso por una máquina. De hecho, el libro que me propongo publicar podría consistir únicamente de reproducciones facsimilares de los tickets ampliados al tamaño que tiene el libro en cuestión sobre Duchamp. Eso debería ser suficiente (más una breve explicación preliminar) para reconstruir toda la aventura: cada cual lo haría a su gusto, con sus rasgos personales y sus propios cálculos.19
Y ahí está todo. La serie es un libro abierto, una colección de tiquetes que la máquina ya imprimió. De la misma manera que muchas obras de arte sugieren eventos al presentar objetos que los invoquen, en este caso se propone un libro imaginario hecho con recibos de compra. Pero no sólo está la obra de arte que serían los tiquetes juntos, también estaría toda la información “novelística” que podría acompañarlos y sirve de esquema para una novela futura.
El lector no es sólo cómplice: ahora es otro escritor trabajando con este material. La cadena se amplía: no sólo hacemos máquinas que hagan novelas por nosotros; estos esquemas se presentan como planes para que futuros artistas también se desprendan de sí mismos. No hay necesidad de escribir estos libros, basta con imaginarlos; al entender la literatura como arte es inevitable incluir los esfuerzos y alcances del arte conceptual y el papel que exigen del usuario.
César Aira, Fragmentos de un diario en los Alpes (Rosario: Beatriz Viterbo, 2002), 31–2.↩
Aira, Fragmentos de un diario en los Alpes, 69–71.↩
El zoopraxiscopio era aquel disco con varias fotografías que, al girar, daban la impresión de estar en movimiento. Tal vez la animación producida por un zoopraxiscopio más conocida sea la de un caballo corriendo.↩
La recurrencia de un “mito del escritor” ha sido discutida fecundamente en la academia y podemos encontrar rastros de ella en el primer trabajo monográfico sobre su obra, Las vueltas de César Aira: “[E]n el sistema de Aira la supervivencia encarna, de un modo ejemplar, en la vida del artista. Y es por esto que la ficción del procedimiento (la ficción de su automatismo pero el mito también de su invención única y singular) es indisociable de la novela del artista: Aira la llamó ‘el mito personal del escritor’.” Sandra Contreras, Las vueltas de César Aira (Rosario: Beatriz Viterbo, 2002), 235. De esta manera, la particularidad que se persigue para una obra es resaltada al insistir en este mito. Volveremos sobre esta particularidad al discutir las máquinas solteras.↩
Aira, Fragmentos de un diario en los Alpes, 73–6.↩
Alan Pauls, “En el cuarto de las herramientas”, en César Aira, une révolution, eds. Cristina Breuil, Michel Lafon y Margarita Remón-Raillard (Grenoble: Revue Tigre du CERHIUS (ILCEA), 2005), 54.↩
Jesús Montoya Juárez, “Aira y los airianos: literatura argentina y cultura masiva desde los noventa”, en Entre lo local y lo global, la narrativa latinoamericana en el cambio de siglo (1990–2006), eds. Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (Madrid: Iberoamericana, 2008), 54.↩
César Aira, “La nueva escritura”, Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria 8 (2000): 168.↩
César Aira, “Raymond Roussel: la Clave Unificada”, Carta 2 (2011): 46.↩
Si pensamos en manuales de instrucciones para escribir novelas es muy probable que pensemos en OuLiPo. Si bien proyectos como los de Aira sí están hermanados con este proyecto al buscar maneras de hacer arte al combinar materiales previos, la propuesta de Aira empieza a deslindarse al incluir elementos de azar, improvisación e imprevisibilidad. Una “máquina soltera” también aspira a lo único y particular. Sólo así –al incluir el error y lo imprevisto– el procedimiento puede alejarse de la reproductibilidad de un manual de instrucciones replicable.↩
Aira no es el primer escritor que incluye las propuestas de Duchamp y Roussel en su propuesta estética. Si nos quedamos en el caso argentino, es difícil no recordar las filiaciones explícitas que hizo Julio Cortázar en “De otra máquina célibe” (en La vuelta al día en ochenta mundos, 1967) y en “Marcelo del Campo, o más encuentros a deshora” (en Último Round, 1969) al proyecto de Duchamp y Roussel. Nociones como “manual de instrucciones” o “máquina célibe” (traducción inicial de “máquina soltera”) están presentes no sólo en este par de artículos, sino que iluminan la lectura de novelas como Rayuela o 62, Modelo para armar. También resulta interesante la omisión que hace Aira, un experto en la obra de Roussel y Duchamp, a estas propuestas y lecturas de Cortázar. Y no sólo las omite: Aira, en sus procesos de filiación, se esfuerza por distanciarse de Cortázar y de descalificar su obra y su figura pública. En una entrevista, al hablar de Cortázar, comenta lo siguiente: “Cortázar es un caso especial para los argentinos, y no sólo para los argentinos, también para los latinoamericanos y quizás para los españoles, porque es el escritor de la iniciación, el de los adolescentes que se inician en la literatura y encuentran en él –y yo también lo encontré en su momento– el placer de la invención. Pero con el tiempo se me fue cayendo. Hay algunos cuentos que están bien. El de los cuentos es el mejor Cortázar. O sea, un mal Borges, o mediano. A propósito de una de las cosas más feas que hizo Cortázar en su vida, el prólogo para la edición de la Biblioteca Ayacucho de los cuentos de Felisberto Hernández, un prólogo paternalista, condescendiente, en el que prácticamente viene a decir que el mayor mérito del escritor uruguayo fue anunciarlo a él, cuando en verdad Felisberto es un escritor genial al que Cortázar no podría aspirar siquiera a lustrarle los zapatos. Sus cuentos son buenas artesanías, algunas extraordinariamente logradas, como Casa tomada, pero son cuentos que persiguen siempre el efecto inmediato. Y luego, el resto de la carrera literaria de Cortázar es auténticamente deplorable” Carlos Alfieri, “‘El mejor Cortázar es un mal Borges’: entrevista a César Aira”, Clarín (2004), http://edant.clarin.com/suplementos/cultura/2004/10/09/u-845557.htm, última visita 8.10.2015.↩
Graciela Montaldo, “Vidas paralelas. La invasión de la literatura”, en César Aira, une révolution, eds. Cristina Breuil, Michel Lafon y Margarita Remón-Raillard (Grenoble: Revue Tigre du CERHIUS (ILCEA), 2005), 102.↩
Montaldo, “Vidas paralelas. La invasión de la literatura”, 102–3.↩
César Aira, La trompeta de mimbre (Rosario: Beatriz Viterbo, 1998), 23.↩
Aira, La trompeta de mimbre, 23.↩
César Aira, Duchamp en México (Bogotá: Brevedad, 2000), 42.↩
Aira, Duchamp en México, 44.↩
Aira, Duchamp en México, 47–9.↩
Aira, Duchamp en México, 59.↩
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